Por Adrián Melo.
Artista con rasgos de genialidad, caliente homoerotismo y posiciones polémicas frente a la militancia gay, Franco Zefirelli muere el 15 de junio de 2019 a los 96 años legando para nuestra comunidad imágenes inolvidables de esteticismo, sensualidad y bellos muchachos.
Vivió setenta y siete años del siglo XX y su vida perteneció claramente a ese tiempo histórico. Eso se evidenció muchos aspectos pero particularmente en la manera tortuosa, contradictoria y también gozosa en la que vivió su homosexualidad que pareció absorber enunciados, prejuicios, odios y amores sobre el ser gay que circularon durante el siglo más violento de la historia humana.
Parte de su existencia residió en un elegantísimo palacio romano, entre un jardín con pinos añejos, y el fresco olor de los limoneros en derredor de una piscina que uno presume siempre de aguas límpidas y en ocasiones plenas de efebos. Todo un estereotipo de la vieja loca millonaria y esteta.
En el interior de la mansión, un inmenso y majestuoso piano de cola (otro estereotipo) y sobre él fotos autografiadas de sus divas y divos preferidos- los libertarios y escandalosos María Callas, Richard Burton y Elizabeth Taylor- que miraban desafiantes a través de las paredes. Porque acá empiezan a manifestarse las contradicciones: en otro salón sobre una antigua estufa de hierro fundida retratos de sí mismo acompañado de personajes infernales que reinaron en el siglo: Ronald Reagan, George Bush, Margaret Thatcher. Sería también ferviente adherente a la figura de Berlusconi y en 1994 consiguió un escaño en el parlamento italiano desde un partido neofascista.
Pero como se señalaba es en su posición sobre la homosexualidad donde estas contradicciones aparecen a flor de piel: digno representante de lo que se suele denominar homosexualidad mediterránea, reconocía su orientación sexual desde que salió del clóset para la revista The Advocate pero rechazaba la etiqueta de ser gay, despreciaba la adquisición de derechos tales como el matrimonio igualitario y renegaba particularmente de las marchas del orgullo a las cuales calificaba de dolorosas y patéticas exhibiciones. No se reconocía en una tradición o una comunidad gay pero a la vez afirmaba que las presiones y las prohibiciones de las que eran víctimas los homosexuales los hacían particularmente sensibles y creativos como modo de vida y de supervivencia.
Lo más interesante es cuando esas contrariedades se manifiestan en su arte cinematográfico. Discípulo y posiblemente amante de Luciano Visconti –del que hereda
mucho de su estética y su preciosismo- supo atraer a su cine a bellísimos muchachos que se convirtieron en íconos: sobre todo Leonard Whiting como un inolvidable Romeo por lo menos hasta que llegara Di Carpio, Martin Hewitt en la nefasta pero tan sensual Amor sin fin, el bellísimo Graham Faulkmer como Francisco de Asís en Hermano sol, hermana luna (el primer y antológico culo masculino desnudo que vi en la vida y proyectado en la sala de actos de un colegio de monjas). Y como un artista del Renacimiento época a la que tanto admiraba (decía del David que era un fruto del amor de Michelángelo), plasmó en la pantalla chica a uno de los Jesús más eróticamente populares de la historia en la carne de Robert Powell en la serie Jesús de Nazaret (a la vez que ferviente católico se decía admirador de Benedicto XVI y participaba de una campaña para prohibir La última tentación de Cristo de Martin Scorsese). Uno de sus últimos atisbos de genialidad camp aparecen en Té con Mussolini, película que se supone autobiográfica donde un muchacho que se supone alter ego del director aparece como hijo adoptivo de Maggie Smith, Judi Dench, Joan Plowright y -como si fuera poco- Cher. Fantasía gay y familia queer si las hay.
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