Por Francisca Neira.
El emblemático cuarto disco de la banda chilena lanzado al mercado en 1990, producido
por Santaolalla y Kerpel para EMI y que muchos críticos consideran el primer
trabajo solista de Jorge González significa aún hoy un hallazgo de culto en la
historia de la música latinoamericana.
En mayo de 1990 habían pasado
recién unos meses desde mis ocho años de edad y vivía en Antofagasta, una de
las ciudades del extremo norte de Chile, en la costa, junto al Desierto de
Atacama. Ese mes se publicó Corazones, el cuarto disco de Los Prisioneros, una banda musical
nacida durante los últimos años de la dictadura de Pinochet que con su rock
simple, de canciones cortas y letras contestatarias supo encarnar a la
perfección el sentimiento de una parte importante de la población que añoraba
la salida del dictador y el retorno de la democracia.
Ese mismo año, de hecho, estuvo
marcado precisamente por la asunción al poder del primer gobierno elegido en
comicios libres tras 17 años de totalitarismo y el giro, ideológico y cultural,
se evidenciaría en los más diversos contextos de la vida cotidiana desde la
apertura ya sin condiciones a un sistema neoliberal, hasta un cambio radical en
la forma de divertirse y festejar en un país que vivió sumido en el toque de
queda y la represión durante años.
Evidentemente la música fue uno
de los pilares que sostuvieron esa apertura en la cultura popular. Mi madre,
consciente del momento que se vivía, nos llevó a mi hermana menor (!), a una
vecina y a mí al concierto que la renovada formación de Los Prisioneros ofreció en el estadio de nuestra ciudad en el marco
de la gira promocional del álbum. Aquel fue mi primer concierto y Corazones se volvió uno de mis discos favoritos hasta
el día de hoy.
El material, integrado por nueve
canciones que retoman un lenguaje musical que nunca fue totalmente ajeno a la
banda y que estaba basado en el uso de sintetizadores y secuenciadores que esta
vez aparecieron con mayor protagonismo y menos oscuridad que en los discos
anteriores de la agrupación en los que predominaban las guitarras y baterías opacantes.
La producción, a cargo de Anibal Kerpel y Gustavo Santaolalla, además del cambio de la batería análoga de Miguel Tapia por una electrónica y el
switch de la guitarra de Claudio Narea
por los teclados de Cecilia Aguayo
fueron, probablemente, los factores decisivos en ese sonido que hasta el día de
hoy se cuela en los oídos de forma característica: bailable y pegadizo pero
agresivo y provocador a la vez.
Las letras distan de la rebeldía
de los primeros trabajos de Los Prisioneros. De acuerdo a la biografía no
autorizada del grupo, Corazones Rojos (Aguilar, 1999) escrita por el periodista chileno Freddy Stock, el LP en su totalidad
habría sido compuesto por Jorge González,
líder, vocalista y bajista de la banda, a la mujer con quien sostuvo una
relación apasionada, pero prohibida: Claudia
Carvajal, la esposa del mencionado Narea, amigo desde la época del colegio
de González y guitarrista de Los Prisioneros durante los primeros tres discos y
también en un reencuentro posterior, en el siglo siguiente.
“Amiga Mía”, “Cuéntame una
Historia Original” y, sobre todo, “Estrechez de Corazón” son canciones que de
una manera u otra rescatan la tradición autoflagelante y dolorosa de los
boleros de antaño, con una poesía tosca (bruta, incluso) pero rebosante de
sentimientos que cuesta entrever si corresponden a rabia o amor. “Es tan
difícil pensar con calma si estoy quemando mi corazón” nos canta González antes
de desgarrarse en un “puse mi corazón en tus manos de niña”, frases que aunque
inocentes, vulgares por comunes, “puñaleras”, seguramente representan en gran
medida el sentimiento que más de alguna vez nos ha embargado a todos.
“Estrechez de corazón” se ha convertido en un himno de la noche Santiaguina y
es coreada a todo pulmón incluso por las generaciones que nacieron con
posterioridad al ’90, aunque el mismo González haya señalado que no le gusta
tocarla en vivo por el esfuerzo que requiere. “Es muy colorienta” fueron sus
palabras.
Corazones, en su simpleza,
vino a vomitar desamor, rabia, y sentimiento puro y grotesco sobre un país que
vivía en la medida de lo posible, fingiendo modernidad, ocultando los muertos y
las expresiones de tristeza; vino a gritar lo que a nivel personal se exigía
callar, lo que de las entrañas saliera. Mientras el gobierno y los medios de
comunicación evitaban los temas de sangre, la carátula del LP muestra una
camisa blanca coronada con una mancha roja en el lugar del corazón, pero en el
costado derecho (en ediciones posteriores se invirtió la imagen para que
coincidiera con el lado “correcto del corazon”), sin aclararse hasta ahora la
intencionalidad de esa decisión y, de la misma forma, mientras se busca
mantener una sociedad “ideal”, González nos escupe “Corazones Rojos”, compuesta
en un principio para la banda femenina Las Cleopatras, un rap convertido en
himno del feminismo que funciona como un desagradable espejo del machismo
propio de la época.
En definitiva, Corazones
es un disco fundamental, no tanto por la tradición que podría inaugurar (no
creo que lo haga), pero sí por toda la información que nos entrega del momento
en que se grabó y publicó así como de los músicos que lo tocaron. No obstante es
un gran disco porque es íntimo y desvergonzado, saca del clóset la sensibilidad
por años escondida y reprimida, es una explosión de amor, desamor, llanto,
sangre, rabia, sudor, y obviamente, soledad. Corazones resuena en el pecho rocker
de los chilenos hasta retumbar en cada latido latinoamericano.