viernes, febrero 22, 2019

LIBROS Y CINE | LOS MENORES DE EDAD, en el ojo de la tormenta según IAN MC EWAN















Por Adrián Melo.


En La ley del menor (Anagrama, 2015), Ian McEwan recrea el más famoso de los cuentos de James Joyce en el marco de un conflicto ético contemporáneo: una jueza del Tribunal Superior debe decidir sobre la vida de un menor de edad que puede salvar su vida por una simple transfusión de sangre que no es aprobada por los familiares del muchacho por ser testigos de Jehová.


En Los muertos, el relato que marca el derrumbe de todos los sueños en Dublineses (1914), James Joyce describe el cuadro total de una velada familiar de navidad. En un mismo espacio – tiempo se suceden las frases hechas, las relaciones personales contaminadas con las obligaciones y el peso de las prohibiciones, las hipocresías, los afectos, la melancolía y la nostalgias por los amores y los seres perdidos. Cuando la fiesta acaba, Gabriel Conroy, el protagonista del relato, encuentra a su esposa, Greta, llorando porque una canción entonada por un familiar de la reunión la había hecho recordar a un viejo amor de su juventud: el de Michael Furey, un empleado del gas, de bellos ojos negros y delicada salud que murió a los diecisiete años y a quien había visto por última vez, a través de una ventana, contemplándola parado bajo la lluvia y gritándole que sin su amor no quería vivir más. En las últimas páginas, Gabriel contempla el rostro envejecido de su mujer y se percata de que esa cara no es la cara lozana por la cual Michael Furey desafió a la muerte. También reflexiona sobre el triste papel que le tocó cumplir en sus décadas de matrimonio después de que Greta viviera un amor por el que un hombre había muerto. Gabriel siente que la rutina y los años habían convertido sus vidas en sombras y que había sido Michael Furey quien realmente había estado vivo todos esos años, evocado en el corazón de su esposa mediante la imagen eterna de los ojos del amante el día en que le dijo que no quería seguir viviendo. “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que marchitarse consumido funestamente por la vida”, piensa con amargura el protagonista.


El cuento se llama Los muertos y sin embargo, solo se menciona uno que es el eje del relato por más que solo aparece como un fantasma en el monólogo de Greta hacia el final de la narración: Michael Furey, el empleado del gas que murió por amor.  De una de las tías de Gabriel se nos anuncia que va a morir muy pronto. Y sin  embargo, el título del relato es el adecuado y no tal como fue traducido en su versión cinematográfica al castellano que fue además la última película de John Huston: El muerto . Porque sin dudas, el verdadero muerto de la narración no es, por cierto, Michael Furey, sino el resto de los personajes consumidos por la vida. Michael aparece furiosamente vivo mientras los demás –y no solamente la tía que se va a morir- se transforman en sombras.

La nieve cae sobre el cementerio donde están enterrados los restos de Michael Furey, cae sobre los vivos y sobre los muertos, expresa Joyce con triste elocuencia en una frase destinada a hacerse célebre en las letras inglesas. La nieve no distingue a los vivos de los muertos. Presencia vívida del muerto y presencia fantasmagórica de los vivos. La historia de amor de Greta revela a Gabriel la inutilidad de una vida vivida bajo los cánones de las celebraciones burguesas (una de las cuales fue su matrimonio).
La melancolía de Greta por su novio muerto es también nostalgia de la vida que se pierde viviendo. El cuento de Joyce es de una implacable lucidez derridiana avant la lettre. Hay algo de excepcional valor y honra en la apasionada manera en que tanto Greta como Gabriel y cómo los seres humanos amamos a los fantasmas. Y siguiendo el razonamiento de Derrida sobre la subjetividad moderna, Joyce parece advertir que si lo que define al fantasma es estar entre la vida y la muerte, todos somos, irremediablemente fantasmas.

Si hago esta larga digresión respecto del libro sobre el que quiero referirme es porque con La ley del menor, Ian McEwan, parece lograr lo que ambiciona todo hombre de letra anglosajón que se precie de tal: una versión contemporánea del genial cuento de Joyce. El punto de partida parece alejado del relato joyceano y se ajusta a un problema ético contemporáneo: la juez del Tribunal superior especializada en derecho de familia, Fiona Maye, se enfrenta a la situación de un joven de diecisiete años enfermo de leucemia, Adam  Henry, que, asumiendo las consecuencias últimas de las creencias religiosas de su familia,  testigos de Jehová, ha resuelto rechazar la transfusión de sangre que le salvaría la vida.

En principio, la única coincidencia con el cuento de Joyce es que la novela de McEwan empieza donde termina la de Joyce: con una crisis matrimonial. En efecto, el sexagenario Jack, le pide a Fiona permiso para vivir una aventura erótica con otra mujer y ante la negativa de ella abandona el hogar con el argumento de que necesita vivir esa aventura porque no tiene “pruebas de que exista otra vida aparte de ella”.

Sin embargo, el derrumbe total del matrimonio y de los sueños no ocurrirá por la aventura de Jack sino mediada por el conflicto ético que atraviesa la novela: ¿Hay que respetar la fe religiosa a cambio de la vida de un joven? Y es entonces cuando sin darnos cuenta McEwan nos mete de lleno en una poética adaptación del relato inmortal de Joyce: tendremos música y poesía y una canción conmovedora que evoca recuerdos, un adolescente enfermizo de singular belleza esperando enamorado bajo la lluvia, un beso que, como rezan antiguas leyenda puede ser mortal si proviene del corazón, un matrimonio que sucumbe a sus fantasmas y la lluvia que reemplaza a la nieve pero que cae de igual manera sobre los vivos y sobre los muertos. Y todo en el contexto de la genial prosa de uno de los mejores escritores ingleses vivos y retomando también un tópico clásico recurrente en la obra de McEwan: hay momento en que la vida se abre como un laberinto y que puede ser crucial, ese momento vital en que puede cambiarse todo. Tópico que encuentra sus mayores expresiones en su obra maestra Expiación (2001) y que el autor expresa con elocuentes palabras en la triste Chesil Beach (2007): “De este modo podía cambiarse por completo el curso de una vida: no haciendo nada”. 





















Ian McEwan, La ley del menor, Anagrama, Barcelona, 2015, 212 págs.





















El veredicto, la ley del menor (2018), dirección de Richard Eyre y guion de Ian McEwan. 

viernes, febrero 01, 2019

CINE | TENER O NO TENER FAMILIA: la película nominada al Óscar 2019 por Japón, “Manbiki kazoku”




Por Darío Cortés.

Un original y desgarrador relato acerca de la constitución de la felicidad en el seno de una familia diferente a lo convencional lleva al espectador a reflexionar sobre los valores sociales, la moral, las adopciones fuera de la norma y qué es lo que mantiene unida o separada a una familia.

“Todas las familias felices
se parecen unas a otras,
pero cada familia infeliz
lo es a su manera”
Ana Karenina (1875), León Tolstoi.


Parte de los films de Hirokazu Koreeda giran en torno a la idea de “familia”, a la importancia (o no) de los vínculos sanguíneos y a las relaciones humanas (“After Life”, “Nadie Sabe”, “Tal padre, tal hijo”, “Nuestra hermana menor”, “Después de la tormenta”, etc). Sin embargo, el director parecía estancado en una zona de confort demasiado bienintencionada, despertaba en los espectadores una que otra sonrisa y alguna emoción fuerte cada tanto. En esta obra rompe todos sus esquemas y los esquemas de los films sobre “familias disfuncionales”, incluso los elementos conocidos sobre cómo contar una historia dramática: sorprende, inquieta, emociona y deja “aire” al espectador para poder respirar cuando se desencadena la tragedia que se esconde en las vísceras de esta familia.

Manbiki kazoku  podría considerarse como un resumen de todos los miedos recurrentes de su autor y director, sus fantasmas, obsesiones; pero al mismo tiempo su última película es mucho más que eso. Es una obra que demuestra, por si alguna vez hubo alguna duda, su magnitud como cineasta. Una película que en algunos países pasó casi inadvertida del diamante en bruto que significa y de la que muchos críticos se preguntaron cómo es posible que se le haya entregado la Palma de Oro a Mejor Film en Cannes … y sí, en estos tiempos oscuros y neoliberales es necesario contar estas historias que arrojen luz donde parece todo perdido, historias sobre seres castigados, desclasados, obreros, con carácter resiliente, que no dan el brazo a torcer ante el aplastante sistema que impone un “supuesto orden” a lo establecido, a lo que está bien o lo que está  mal,  pero … ¿Quién dice que es lo que está bien o mal en una familia? ¿Los asistentes sociales? ¿La policía? ¿Los políticos? ¿Los medios de comunicación? En la historia, todos estos sectores están plasmados en la pantalla para que el espectador la mire desde una ventana y elija incluso qué sentir por lo que se cuenta.

El guion, el reparto perfectamente seleccionado, la fotografía y la dirección  nos introducen en el día a día de una atípica familia que vive delinquiendo para salir adelante, después de varios intentos fallidos por parte de los personajes adultos por introducirse en el medio laboral “legal” y "en blanco".  El director lleva al espectador en la trama de manera serena, retratando la intimidad de este grupúsculo de seres azotados por la miseria de un sistema despiadado donde los que menos tienen pierden siempre más que los de ningún otro sector o clase. De repente, hasta cuando es posible afirmar que vimos muchos relatos que denuncian las disparidades sociales, una sensación de extrañeza se apodera de la película y nos lleva a otra dimensión.

Será entonces cuando toda la ambigüedad acumulada explote, las máscaras de las apariencias desaparezcan y se abra un tercer acto de una complejidad moral que muy pocos directores son capaces de alcanzar.

Es una tragedia moderna sobre la soledad de los niños abandonados, sobre las familias ensambladas y las adopciones fuera de la norma. El primer acto es  simple dentro de lo complejo: al regresar de un robo, Osamu y su hijo encuentran a una niña que parece haberse quedado sola.  Es tarde en la noche fría de invierno en alguna parte de Japón. La niña está sola, en la casa parece no haber nadie y una menor está abandonada en medio de la noche en el balcón de un primer piso.  Osamu le pregunta si tiene hambre y si quiere ir a la casa de ellos, que son una familia. La niña desolada, acepta. Poco a poco nos adentramos en los integrantes de este grupo de personas que forman una piña indisoluble. La esposa de Osamu se resiste a albergar a la niña por la noche pero al día siguiente cede. La abuela y jefa de la familia (es excepcional el trabajo de Kirin Kiki) aprueba integrar a la niña a la familia y le comienza a “curar” las heridas en todos los sentidos. El segundo acto plantea cómo se construye la felicidad entre estos seres dispares que así como van diciendo los mismos personajes: “No les tocó pertenecer a este grupo sino que se eligieron, a diferencia del resto de las familias”. Se van desnudando las miserias y las alegrías que aparecen son más intensas. Todo camina sobre ruedas, nadie importa más que ellos y lo que sienten, se habla casi todo, o lo que se pueda hasta que de repente un cimbronazo los pone en Jake. Hay muy pocos personajes secundarios porque la película no necesita más que ahondar en la intimidad de cada integrante. 

Es logradísimo el papel de la esposa de Osamu, una mujer callada y dulce pero castigada por la vida, que patea el tablero incluso de lo que significa “ser madre” y poner el pecho siempre por su familia, a cualquier precio. La hermana menor, a caballo entre un pasado que duele y un presente en un prostíbulo para aportar algo en la casa es una de las composiciones actorales más silenciosas pero la actriz se maneja en un claroscuro interpretativo brillante.   

Una película tierna y cruda, amarga y dulce por partes iguales, que indaga en los vínculos más profundos de la unión familiar por antonomasia y como un espiral descendiente lleva al espectador a una caída libre de interpretaciones.

TEATRO | DANZA MACABRA, maravillosa y decadente destrucción

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