Por Adrián Melo.
Antes de que la era internet revolucionara el
concepto de intimidad José Bianco es quizás el último exponente en Argentina de
una generación para la cual las cartas fueron a la vez un género literario, una
manera de mantener un intercambio fluido intelectual y afectivo con sus
contemporáneos y una pesadilla. La pesadilla consistía en que conllevaban en sí
mismas el peligro de que por alguna indiscreción en el presente o en el futuro
ciertas cuestiones privadas y aún íntimas entraran a la esfera pública.
En ese sentido, no parece casual que la
reciente publicación del Epistolario
de José Bianco –que constituye por sí solo un acontecimiento literario- no
contenga las cartas que el escritor le dirigió al poeta Enrique Pezzoni, con
quien mantuvo una intensa relación afectiva luego devenida en perdurable
amistad, ni las cartas dirigidas a Manuel Puig. Se sabe que las primeras fueron
quemadas probablemente por algún familiar. De las segundas se desconoce el
destino.
Sin embargo, en esta edición con prólogos
ejemplares de Daniel Balderston y María Julia Rossi, un afectuoso epílogo de
Eduardo Paz Leston y algunas páginas del Diario
de Bianco, los secretos y las complicidades como la belleza literaria se
cuelan entre las palabras, los gustos y las anécdotas.
Así, entre tantas perlas, en una carta dirigida
a Silvina Ocampo en mayo de 1970 relata una salida con Puig y describe: “Está
más Puig que nunca. Salimos juntos los otros días (fuimos a visitar a una
pareja amiga, los dos divorciados, que piensan casarse). A la vuelta; yo: sí,
tiene que casarse. Yo conozco a los padres de ella desde hace muchos años … Son
dos burgueses, a ninguno puede gustarle que esté viviendo con ese muchacho sin
casarse. Pensá en tu mamá, por ejemplo. Si hubiera tenido una hija mujer, no le
gustaría. Puig (se alejó hasta el medio de la calle y después, precipitándose
sobre mí que metía la llave para abrir la puerta de calle): ¡La tiene, la
tiene! ¡La tiene! ¿Me vas a hacer creer que soy un hombre? ¡Miserable! Todo
entre risas y gritos con voz de Iris Marga, a quien nunca he visto representar
pero que admiro mucho a través de Puig. Y a la una de la noche, en medio de la
calle desierta”. En otras del mismo año
le pide que le envíe un ejemplar de Las
amistades particulares de Roger Peyrefitte –novela paradigmática del amor
entre varones adolescentes- que leyó en su juventud y quiere releer y le cuenta el deleite que tuvo al ver una
versión de Las criadas de Jean Genet
interpretada por Luis Brandoni travestido. Y en junio le comenta que Enrique
Pezzoni fue a Roma para caer en brazos de Pancho Murature “que lo invita todo (menos el
pasaje)”. El rescate de Murature (también mencionado en algunas páginas del Diario de Bianco), personaje hoy casi
ignoto y famoso en la clase social de su época, especie de gentleman nacional e
internacional que solía intimar con marineros y ascensoristas, adorador de
estrellas de Hollywood y que fuera encontrado muerto en su bañera en la década
del ochenta merecería un capítulo aparte.
Si Murature era en sus relaciones proclive a
una especie de comunismo erótico, el
propio Bianco reivindica a Fidel Castro en carta a Juan José Hernández (marzo
de 1960) porque “está reemplazando el turismo exterior que solo beneficiaba al
lumpen proletariat por el turismo interior y poniendo al alcance de todo el
mundo las bellezas de Cuba” al punto de que Bianco se pregunta si no sería
preferible quedarse unos días más en Cuba y “renunciar a los infiernos aztecas
y los paraísos mayas”.
Henry James con quien a menudo ha sido
comparado el estilo de José Bianco llegó al extremo de materializar sus
terrores de que los secretos privados salieran a la luz en al menos dos de sus
relatos: Los papeles de Aspern (1898)
y Lo mejor de todo (1899). Ambas
ficciones giran en torno a los papeles privados y póstumos de dos escritores
famosos y los esfuerzos y artimañas de sus biógrafos para apropiarse de ellos. A su vez, La
pérdida del reino (1972), la obra maestra de Bianco, se presenta como una lectura
de papeles privados: los de Rufino Velázquez . En ellos aparece revelado que,
Rufino Velazquez ha estado enamorado toda su vida, sin confesárselo de su
antiguo compañero de colegio, Néstor Sagasta, y que-solo puede sentir pasión
por las mujeres que su héroe modélico ha llevado al lecho. Una estrategia
similar sigue en su nouvelle Las ratas donde
el protagonista, Delfín, advierte que las páginas de la novela donde revela la
pasión por su hermanastro “serán siempre inéditas”. Bianco fue cuidadoso en
insinuar su erotismo pero no revelarlo. La metáfora fue la paradigmática de la
sociedad victoriana: la puerta entreabierta, la idea de que era fascinante
tener un secreto y que todos supieran que había un secreto pero solo develarlo
a medias. Finalmente, en carta a la misma Silvina Ocampo, el secreto y la
estrategia salen a la luz. A propósito de La
pérdida del reino le escribe a su amiga: “No te va a gustar nada, en el
caso hipotético de que alguna vez la termine. Psicología, homosexualismo (muy
disimulado), amores de un hombre con mujeres que lo que busca en el fondo,
incesantemente, es el hombre que odia (los que aman, odian) que se ha acostado
con ellas. Pero todo, ya te digo, muy ambiguo. El lector no tiene por qué darse
cuenta”. Finalmente las palabras son pronunciadas y el amor que no osa decir su
nombre es nombrado.
José Bianco, Epistolario,
Prólogos de Daniel Balderston y María Julia Rossi. Epílogo de Eduardo Paz
Leston, Eudeba, Buenos Aires, 2018.
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