Por Adrián Melo.
En La ley
del menor (Anagrama, 2015), Ian McEwan recrea el más famoso de los cuentos
de James Joyce en el marco de un conflicto ético contemporáneo: una jueza del
Tribunal Superior debe decidir sobre la vida de un menor de edad que puede
salvar su vida por una simple transfusión de sangre que no es aprobada por los
familiares del muchacho por ser testigos de Jehová.
En Los muertos, el
relato que marca el derrumbe de todos los sueños en Dublineses (1914), James Joyce describe el cuadro total de una
velada familiar de navidad. En un mismo espacio – tiempo se suceden las frases
hechas, las relaciones personales contaminadas con las obligaciones y el peso
de las prohibiciones, las hipocresías, los afectos, la melancolía y la
nostalgias por los amores y los seres perdidos. Cuando la fiesta acaba, Gabriel
Conroy, el protagonista del relato, encuentra a su esposa, Greta, llorando
porque una canción entonada por un familiar de la reunión la había hecho
recordar a un viejo amor de su juventud: el de Michael Furey, un empleado del
gas, de bellos ojos negros y delicada salud que murió a los diecisiete años y a
quien había visto por última vez, a través de una ventana, contemplándola
parado bajo la lluvia y gritándole que sin su amor no quería vivir más. En las
últimas páginas, Gabriel contempla el rostro envejecido de su mujer y se
percata de que esa cara no es la cara lozana por la cual Michael Furey desafió
a la muerte. También reflexiona sobre el triste papel que le tocó cumplir en
sus décadas de matrimonio después de que Greta viviera un amor por el que un hombre
había muerto. Gabriel siente que la rutina y los años habían convertido sus
vidas en sombras y que había sido Michael Furey quien realmente había estado
vivo todos esos años, evocado en el corazón de su esposa mediante la imagen
eterna de los ojos del amante el día en que le dijo que no quería seguir
viviendo. “Mejor pasar audaz al otro mundo en el apogeo de una pasión que
marchitarse consumido funestamente por la vida”, piensa con amargura el
protagonista.
El cuento se llama Los
muertos y sin embargo, solo se menciona uno que es el eje del relato por
más que solo aparece como un fantasma en el monólogo de Greta hacia el final de
la narración: Michael Furey, el empleado del gas que murió por amor. De una de las tías de Gabriel se nos anuncia
que va a morir muy pronto. Y sin
embargo, el título del relato es el adecuado y no tal como fue traducido
en su versión cinematográfica al castellano que fue además la última película de
John Huston: El muerto . Porque sin
dudas, el verdadero muerto de la narración no es, por cierto, Michael Furey,
sino el resto de los personajes consumidos por la vida. Michael aparece
furiosamente vivo mientras los demás –y no solamente la tía que se va a morir-
se transforman en sombras.
La nieve cae sobre el cementerio donde están
enterrados los restos de Michael Furey, cae sobre los vivos y sobre los
muertos, expresa Joyce con triste elocuencia en una frase destinada a hacerse
célebre en las letras inglesas. La nieve no distingue a los vivos de los
muertos. Presencia vívida del muerto y presencia fantasmagórica de los vivos.
La historia de amor de Greta revela a Gabriel la inutilidad de una vida vivida
bajo los cánones de las celebraciones burguesas (una de las cuales fue su
matrimonio).
La melancolía de Greta por su novio muerto es también
nostalgia de la vida que se pierde viviendo. El cuento de Joyce es de una
implacable lucidez derridiana avant la
lettre. Hay algo de excepcional valor y honra en la apasionada manera en
que tanto Greta como Gabriel y cómo los seres humanos amamos a los fantasmas. Y
siguiendo el razonamiento de Derrida sobre la subjetividad moderna, Joyce
parece advertir que si lo que define al fantasma es estar entre la vida y la
muerte, todos somos, irremediablemente fantasmas.
Si hago esta larga digresión respecto del libro sobre
el que quiero referirme es porque con La
ley del menor, Ian McEwan, parece lograr lo que ambiciona todo hombre de
letra anglosajón que se precie de tal: una versión contemporánea del genial
cuento de Joyce. El punto de partida parece alejado del relato joyceano y se
ajusta a un problema ético contemporáneo: la juez del Tribunal superior
especializada en derecho de familia, Fiona Maye, se enfrenta a la situación de
un joven de diecisiete años enfermo de leucemia, Adam Henry, que, asumiendo las consecuencias
últimas de las creencias religiosas de su familia, testigos de Jehová, ha resuelto rechazar la
transfusión de sangre que le salvaría la vida.
En principio, la única coincidencia con el cuento de
Joyce es que la novela de McEwan empieza donde termina la de Joyce: con una
crisis matrimonial. En efecto, el sexagenario Jack, le pide a Fiona permiso
para vivir una aventura erótica con otra mujer y ante la negativa de ella
abandona el hogar con el argumento de que necesita vivir esa aventura porque no
tiene “pruebas de que exista otra vida aparte de ella”.
Sin embargo, el derrumbe total del matrimonio y de los
sueños no ocurrirá por la aventura de Jack sino mediada por el conflicto ético
que atraviesa la novela: ¿Hay que respetar la fe religiosa a cambio de la vida
de un joven? Y es entonces cuando sin darnos cuenta McEwan nos mete de lleno en
una poética adaptación del relato inmortal de Joyce: tendremos música y poesía
y una canción conmovedora que evoca recuerdos, un adolescente enfermizo de
singular belleza esperando enamorado bajo la lluvia, un beso que, como rezan
antiguas leyenda puede ser mortal si proviene del corazón, un matrimonio que
sucumbe a sus fantasmas y la lluvia que reemplaza a la nieve pero que cae
de igual manera sobre los vivos y sobre los muertos. Y todo en el contexto de
la genial prosa de uno de los mejores escritores ingleses vivos y retomando
también un tópico clásico recurrente en la obra de McEwan: hay momento en que
la vida se abre como un laberinto y que puede ser crucial, ese momento vital en
que puede cambiarse todo. Tópico que encuentra sus mayores expresiones en su
obra maestra Expiación (2001) y que
el autor expresa con elocuentes palabras en la triste Chesil Beach (2007): “De este modo podía cambiarse por
completo el curso de una vida: no haciendo nada”.
Ian McEwan, La ley del menor, Anagrama, Barcelona, 2015, 212 págs.
El veredicto, la ley del menor (2018), dirección de Richard Eyre y guion de Ian McEwan.
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